Los humanos hemos tenido siempre unas relaciones difíciles con la realidad. Bien podríamos pensar que toda civilización no ha hecho otra cosa que constituir un mundo hecho a la medida de los deseos humanos junto al mundo real, del cual, de hecho, no sabemos casi nada y que nunca deja de despertar en nosotros un cierto desasosiego. Hay autores que han sostenido que añoramos esta realidad real, que debajo o más allá del mundo que los humanos han conformado a su medida se extiende siguiendo leyes que nos resultarían extrañas, o quizás –y esto es el que más nos estremece– no obedeciendo a ninguna ley, un mundo real –y dentro de él una sociedad real– que vive abandonado a dinámicas atroces, impiadoso, crudo y cruel. En este sentido, bien podríamos pensar que el arte ha podido hacer, en el decurso de su historia, dos tipos de cosas. De una parte ha podido contribuir a mantener a raya la verdadera realidad, ha podido ayudarnos a no saber ni sentir qué pasa realmente, nos ha dado acceso a una dimensión exenta y perfecta, donde los objetos podían ser de verdad inmaculados, virginales, asépticos. El arte ha podido, en efecto, rescatarnos de las cosas tal y como son y nos ha proveído de un refugio que nos ha salvado de la intemperie de un universo natural –dominado por la muerte – y de un universo social –dominado por la injusticia – que difícilmente podríamos cotejar. En cambio, el artista puede hacer también otra cosa, que es confrontarnos con el que hay, obligarnos a asumir aunque sea una pálida imagen de la auténtica faz de la vida. No hace falta que este tipo de arte sea exactamente aquello que se presenta retóricamente como un arte «de denuncia», o un «arte comprometido». Es más bien otra cosa en cierta medida más simple. Se trata sencillamente que, en estos casos, lo que hace el artista es poner su capacitado de especular con las formas y sus habilidades para suscitar paradojas al servicio de una restauración de la vida real, o, lo que es el mismo, de un volver a poner las cosas en el lugar vacante que nuestros contenciosos con la realidad ha expulsado –hechos del miedo y de la vergüenza que nos despierta –. Pues, bien, la obra de Pep Dardanyà pertenece más bien a este otro tipo de creación artística que no está concebida para que el espectador escape, sino para que en cierta medida entienda de qué está hecho el mundo real, el que hay allá fuera, el que se despliega a nuestro alrededor, bajo nuestras narices, alimentando una vida al pie de la letra de la qué muchas veces queremos saber cuántas menos cosas mejor. Pep Dardanyà desarrolla la tarea que seguramente desde siempre le ha sido asignada al artista. Como el chaman de las sociedades exóticas, se pasa el tiempo viajando del más alto al más bajo, desplazándose en aras de todos ahora al cielo, ahora al infierno. Como el artista de circo, el artista no se cansa de hacer piruetas, saltos mortales entre instancias compartimentadas, ejecuta síntesis que son como contorsiones inverosímiles que nos serian imposibles al resto de los mortales. Como el prestidigitador –todo arte es arte de magia –, pone en comunicación, el visible con el invisible, las experiencias con los conceptos, el latente con lo explícito, lo imaginado con lo vivido. Los presupuestos que nos procura –hechos de materiales que habitualmente permanecen incomunicados, se los supone incompatibles – son estímulos para la inteligencia –la que se espera del espectador – capaz de preguntarse sobre las condiciones que hacen posible el conocimiento y la sensibilidad: el conocimiento de las condiciones del mundo real y la sensibilidad ante lo que es injustificable. En el caso concreto de esta muestra, Dardanyà propone una clase de choque –pero también de cópula – entre dos universos sociohumanos sitos, cuando menos en principio, a las antípodas uno del otro. La fórmula evoca lo que le permitió a William Blake -aquel inmenso poeta simbolista inglés de finales del siglo XVIII- titular el que seria uno de sus libros más famosos El matrimonio del cielo y del infierno. Una obra visionaria donde se hacia patente la íntima correspondencia entre la grandeza y el horror, oda alucinada a la delicadeza del mal y al contenido inconfesable de toda bondad. En los materiales que nos presenta Pep Dardanyà en esta exposición la mixtura es protagonizada por dos instituciones fundamentales en una civilización como nuestra, que suele considerarse modelo y hito para todas las otras. El abrazo amoroso que confunde los cuerpos y las almas se da, delante nuestro, de una parte, como la manifestación más alta de nuestra forma de vivir, la Cultura, así, escrita con mayúsculas, puesto que su naturaleza no es exactamente humana. De la otra, como subsuelo de la sociedad, el que a la vez genera y oculta el cuerpo social: la inmigración ilegal, la prostitución, dos de los fundamentos escondidos de nuestra manera de vivir; la desesperanza y la desolación, dos de las sustancias básicas que nutren la gran maquinaria de las sociedades urbano industriales de Occidente. He aquí, exhibiendo su ejemplaridad absoluta, el Arte y la Cultura, esta clase de sustancia inmortal que, desde otra dimensión, hace descender pentecostalmente sus producciones para salvar los humanos de las miserias de la vida ordinaria. Esta nueva forma de sobrenaturalidad es la que constituye hoy por hoy la nueva religión de Estado, el culto oficial a unas divinidades, los misterios de las cuales se ofician en estas nuevas catedrales que son los suntuosos centros del arte y de cultura, los museos solemnes y monumentales que encontramos en toda gran ciudad. De pronto, como inopinadamente, en estos lugares en qué se rinde culto a la Cultura, como expresión máxima de una realidad tan perfecta como irreal, forma contemporánea de lo sagrado, irrumpe, por la actividad sediciosa del artista, la realidad a palo seco, el mundo a ras del suelo: unas mujeres inmigradas en situación ilegal que se ganan la vida haciendo de putas en la parte baja de La Rambla de Barcelona. Ellas son la máxima expresión de lo profano y profanan todo lo que tocan. Ellas encarnan las instituciones sucias y despiadadas de la sociedad, el lado oscuro y pantanoso del universo, el que representan seres humanos al límite de su propia humanidad, fronteras vivientes más allá de las cuales lo que hay es todo lo otro: la banda negada, pero omnipresente, de unos dispositivos infames que permiten que nuestra diurnidad se mueva, alimento básico del que se nutre. Son mujeres; son putas; son negras; son inmigrantes ilegales. Son la antidivinidad, las antimusas, ángeles caídos más abajo imposible, usurpadoras, intrusas que han sido invitadas por el artista a ensuciar la impoluta verdad de nuestros mausoleos del Arte, de nuestros pulcros palacios de la Cultura. Nuevas odaliscas urbanas: mujeres, negras, ilegales. ¿Se puede caer más bajo –o, mejor decir, se puede ser tirado más abajo – en la jerarquía de los valores y de los principios, en el organigrama de las tareas y las funciones? Ellas, las que son por encima de todo clandestinas radicales, son portentosamente transportadas, por la operación demiúrgica del creador, al más elevado, aducidas a las capas más sublimes de la mejor de las sociedades. La Cultura y las putas inmigrantes de las Ramblas, dos formas absolutas de inconmensurabilidad que Dardanyà ha sobrepuesto, quien sabe si por contrastarlas brutalmente o cuando menos con más o menos brutalidad, equipararlas, cada una de ellas como reverso simétrico de la otra. De una parte lo soberbio, lo inefable, lo único, lo unívoco, la certeza, la belleza simple de aquello que nos eleva. De la otra, lo heterogéneo, lo complejo, lo doloroso, la vida, Las Artes y la Cultura por un lado; por el otro, aquello que no por casualidad designamos como «mujeres de a pie», no tan sólo porque están en la calle, sino porque son la calle, la metáfora perfecta del que puede ser al mismo tiempo fortaleza y vulnerabilidad. He aquí las esferas entre las que Dardanyà practica el contrabando más sabiamente perverso, con objeto de demostrarnos que por mucho que parezca que se oponen, en realidad se complementan, se necesitan imperiosamente la una a la otra, como el Cielo al Infierno. Juego de espejos. La Cultura y la calle, la Belleza y unas mujeres sin papeles que ahora, bien seguro, ya han sido detenidas y deportadas por los agentes del orden. Con esta distorsión de los universos que nos propone, Pep Dardanyà se acerca al objetivo fundamental del artista, cuando menos de aquel artista que prolonga la realidad no para huir de ella, sino para rehabilitarla, para devolvérnosla, para volver a ponerla allá de dónde había sido secuestrada. También para dignificarla, por escandalosa que nos resulte. Dardanyà nos advierte del que al mismo tiempo separa y sutura los mundos que hay dentro del mundo. Nos propone que lo acompañemos en un salto brusco, que demos con él una patada a la pared. De pronto, ante nuestros ojos una nueva evidencia: toda prostitución es sagrada y lo sagrado sólo cobra sentido en el momento mismo en qué se lo deshonra.