Ante la obra de Pep Dardanyà, no es fácil librarse de una permanente problemática de atracción y de pérdida: la insinuación de una satisfacción inmediata refrenada por un malestar creciente y profundo. Desde su intensa fidelidad a la dialéctica del arte contra el arte, que consume tanto al artista cono al espectador en una combustión inmoladora, Dardanyà nos obliga constantemente a participar en el fracaso del arte y de la cultura occidentales, que es también nuestro fracaso y el del artista. En lugar de dedicarse a resolver este dilema, Dardanyà ha querido profundizar. Esto lo hace instigando una forma hábil de engaño, pensada para arrinconar y desactivar nuestro legado artístico y el método con el cual este legado confecciona significados, insiste en pronunciar dictados moralistas y reaccionarios y muestra su pretensión precaria a un orden moral-ocular autoritario y políticamente correcto. Si la obra de Dardanyà difiere de una buena parte del arte denominado social y político, es precisamente porque se emperra en hacer fracasar la autoridad de una visión que tanto depende del universalismo bienpensante de la Ilustración. Porque este arte no puede superar sino con muchas dificultados el imperativo colonialista de la época moderna. Su tragedia es que no tiene la necesidad de ser cambiado por las realidades de qué habla con tanta confianza. Cuando busca los temas y los clichés políticamente de moda de la izquierda intelectual, pocas veces transforma su relación con “’lo otro”, como si nunca hubiera salido de su cuerpo por tal de encontrarse con él. Desde el momento en qué Dardanyà ha permitido que su encuentro con otras realidades antropológicas afecte los fundamentos de su pintura, una de las llaves de su disposición a dejarse fracturar por la experiencia. Su visión se ha vuelto igualmente incierta, más compleja en lugar de más sencilla, y ha cuestionado la viabilidad de la tradición artística en qué se ha ido formando. Esta tradición, cuando choca con el que está más allá de ella misma, pierde su centro a favor de una ambigüedad que es reflejo de toda desigualdad social y cultural. En lugar de abrirle los ojos y aclararle la mirada, sus contactos con las culturas africanas ha distorsionado su visión, los ojos desviados por el cruce de culturas, anomalía ocular y ética que el artista amplifica aposta, como en una sala de espejos deformados. Dardanyà ha añadido a este mecanismo la idea de que el espectador tampoco sabe como plantarse con pie firme encima de la plataforma pontificante del artista. En cambio, nos compromete, nos incomoda. Y a menudo nos obliga a ocupar el umbral borroso en qué las culturas y los sistemas ideológicos se encuentran, en el lugar del amo colonial, del turista (que dirige la mirada a través de la máquina de hacer fotos), en el lugar del dictador, e incluso de la mujer que ofrece su cuerpo como mercancía. Son canales y viaductos de mediación, corrompidos por el emparejamiento desigual que se crea con estos tipos de contactos. Desde que entramos dentro del espacio de sus instalaciones, vivimos y perpetuamos la experiencia ambivalente del mismo artista. En vez de hablar de una interactividad, nos podríamos referir a una interdesactividad, en la cual nos privamos mutuamente de los recursos que normalmente usan por establecer un juicio moral privilegiado. Como muchos artistas de su generación, Dardanyà ha viajado de la pintura hacia el espacio tridimensional. Pero mientras la mayoría de sus contemporáneos estaban satisfechos con la simple negación formal de los límites históricos de la pintura, Dardanyà empezó a cuestionar no tanto la representación plana y su apoyo físico, sino también la misma idea de que esta línea de búsqueda pudiera ser relevante más allá de un ámbito cultural más bien restringido. En “Museo “portátil” (1992), ironizó sobre los clichés del libre comercio que se celebra constantemente como una revolución de la comunicación. La elegancia y el optimismo aparente de un kit de pintura móvil le permitió enfatizar la poca exportabilidad de la pintura, no tanto en términos de mercado, sino sobre todo con respecto a la coherencia ética y a la viabilidad antropológica. Un procedimiento parecido utilizó en “Antes, después o viceversa” (1993), con la imagen recurrente de jóvenes mujeres sonrientes de Madagascar, con su dignidad maravillosamente intacta. En su obra posterior, Dardanyà añadió a estas percepciones antropológicas un análisis nítido del uso artístico de la interactividad asociada frecuentemente con las nuevas tecnologías, y ejemplificada por los aparatos electrónicamente sensibles. Las teorías humanistas de la tecnología elogian los mecanismos participativos por su potencial de rotura del flujo unidireccional de información, para que el ciudadano pueda tener una presencia más vital en el diálogo social. Dardanyà, en cambio, ha entendido como esta tecnología – que depende muy a menudo de una forma de intercambio económico rudimentario como parte de un interfaz – puede perpetuar los modelos de control. Pese a que en apariencia nos permitimos disfrutar del juego tecnológico, obras como por ejemplo “El Monytauro, i Tú seu” (1995) y “La Marieta de l’ull viu” (1995), las últimas piezas del conjunto que podríamos denominar de Madagascar, nos invitan a entrar en las complejas redes del dominio y de la subyugación. La primera nos permite jugar, desde la distancia, con una moneda enorme esculpida: una participación metafórica en la manipulación y el dominio de la economía postcolonial desde una postura paternalista. La segunda nos invita a meternos dentro el cuerpo de una mujer, que se relaciona a través de su sexualidad. Si la miramos dentro el espejo, nos fusionamos corporalmente con ella, talmente un pastel de chocolate que gira seductoramente dentro una vitrina de pastelero. Aquí la tecnología del mando a distancia no tan sólo anula la distancia, sino que también nos involucra en una serie de dilemas desagradables de carácter ético y económico.
El umbral económico del intercambio cultural está presente también en “Històries del Bon Jan” (1994). En esta obra, nuestro papel como consumidores compulsivos, siempre dispuestos a utilizar nuestro poder económico para poseer lo que deseamos, sirve como punto de acceso para llegar a descifrar el enigma de la foto en relación a una máquina de venta automática. Todo y no sabiendo qué compramos, que resulta ser una narración visual de la productividad creativa del trabajo de un inmigrante, estamos inducidos a hacer una valoración positiva de la dignidad y del valor social de esta persona, más allá de cualquier condena moral de la explotación del trabajo anónimo (la solución fácil de la moralidad hipócrita liberal). Cuando, sin querer, nos encontramos activando una obra de Dardanyà, comunicamos básicamente con nuestra sociedad y no con otra, como queda claro en “Interiores S.L.” (1996) y con su escultura pública en Sant Boi, “Transhumàncies”. Mientras esta última transforma continuamente nuestra identidad haciendo camino, la primera habla de las estructuras sociológicas menos móviles que se perpetúan en el corazón del poder político. Cuando nos hace pasar a un balcón –un acto que realizamos en casa con toda naturalidad para contemplar el espacio público- Dardanyà nos obliga a estar en la postura de la autoridad política del momento. Abajo, hay una pila de hojas que acumulan estadísticas gubernamentales que se iluminan con la imagen de una manifestación, dónde la gente parece gritar en contra nuestra desde el anonimato que da la masa.
Seguramente se trata de una de las pocas obras de arte contemporáneo que obliga al espectador a asumir la fuerza represiva de un dictador para entender la obra. Una placa de mármol dedicada a la vida de una hamburguesa sirve como contrapunto hábil de esta lección tan severa. Sugiere, aun así, una colonización de nuestra digestión, un brillante contraste que elabora Dardanyà entre los poderes internos inexpugnables de la política y el engranaje interior fisiológico fácilmente accesible. Quizás es este el mensaje del arte de Pep Dardanyà: no pertenecemos completamente a nosotros mismos, sino a un entorno rico y complejo que nos hace y nos rehace en cada momento del encuentro.