Hace apenas unas semanas, la Pasarela Barcelona provocó una fugaz polémica con el desfile ideado por el diseñador Antoni Miró para presentar sus propuestas para la próxima temporada. Los hechos son conocidos ya por todos los lectores: el modista, proclive a presentar sus colecciones con algún gesto heterodoxo, utilizó como modelos a unos apuestos senegaleses en situación irregular, desfilando impecablemente ataviados frente a un supuesto cayuco procedente de la colección del Museo Marítimo. Para la ocasión, los eventuales modelos recibieron una paga de 150 euros sin mediar ningún tipo de contratación. Los resultados de esta muestra de solidaridad aparentemente inocua no se hicieron esperar; por una parte, una polémica mediática que sobrepasó las expectativas del diseñador y, de inmediato, el anuncio de una inspección por parte del Ministerio del Trabajo, que podría suponer una multa al modista y la expatriación de los inmigrantes implicados por vulneración de la Ley de Extranjería (El PAÍS, 23 de enero). A día de hoy, como era de esperar, parece que los que actuaron como modelos permanecen desaparecidos frente a esta suerte de amenazas. Sin duda alguna, y a pesar del apoyo recibido por entidades como SOS Racismo, parece evidente que Antoni Miró pecó de un exceso de frivolidad; pero lo interesante de la tesitura creada con esta ingenua actitud es que permite amplificarla para reconocer algunas de las paradojas que se producen, desde el ámbito cultural, cuando éste aborda la situación de aquellos que eufemísticamente llamamos “los más desfavorecidos”.
La producción cultural debe abandonar la burda utilización de las cuestiones conflictivas
En primer lugar, es muy significativo el ruido originado en esta ocasión cuando, en realidad, es muy común que la producción cultural dirija su atención hacia distintas realidades de la marginación para exhibirla en otro tipo de pasarelas, ya sean éstas espacios expositivos o salas de proyección. De un tiempo a esta parte, se han multiplicado los artistas que estetizan situaciones conflictivas con la supuesta voluntad de denunciarlas, pero cuidándose muy mucho de que el resultado formal de su actitud crítica cumpla todos los requisitos para un consumo placentero para la vista y para el mercado. Lo más correcto hoy es referirse a las múltiples facetas de la marginación; pero apenas eso, como si la simple tematización de la miseria garantizara descargar en algún grado la pesadez de una mala conciencia sin entorpecer con ello la necesidad de continuar generando meros productos autónomos, susceptibles de ser consumidos como lo que verdaderamente son: fotografías y documentales para eventos artísticos y programaciones culturales sedientas de bondad temática o, como en esta ocasión, fantásticos diseños de moda para los que 150 euros quizá permitan apenas adquirir el juego de calcetines.
La solidaridad -el principio apelado por el diseñador- remite a la ilusión por avanzar hacia una igualdad absoluta de derechos y este horizonte no se hace más cercano mediante la simple representación de la marginación, por más que ésta se resuelva con crudeza hiperrealista o envuelta bajo la capa de la última moda. Dar visibilidad a las situaciones conflictivas puede responder a una muy buena voluntad, pero la mayor parte de las veces eso sólo contribuye a ampliar el elenco de material para una circulación de imágenes silenciosas sobre realidades que permanecen silenciadas. Los reportajes periodísticos del desfile, sin ir más lejos, han circulado por doquier, pero los que actuaron como modelos ocasionales deberán incrementar todavía más sus estrategias de invisibilidad y, en consecuencia, de marginalidad.
La cuestión de fondo, a tenor de lo que estamos planteando, no reside en sugerir un abandono de las cuestiones conflictivas por parte de la producción cultural, sino en la necesidad de superar su mera representación y, desde luego, de abandonar la burda utilización. La apelación a la solidaridad obliga a idear mecanismos con algún grado de eficacia real y, a pesar de que esta es una cuestión enormemente compleja, nos parece que las vías mejor habilitadas para ello pasan por dar un giro desde ese inocente “dar imagen” a un más efectivo “dar la palabra” en una doble perspectiva: para permitir una autogestión de la representación y para que esa toma de la palabra represente al menos un elemental grado de participación activa de los “más desfavorecidos” en la definición de la mejora de su propia situación.
Hay muchos y buenos ejemplos de lo que estamos planteando. Para remitirnos a uno de muy explícito entre nosotros aunque sea un tanto lejano, sólo es necesario remontarnos al trabajo que realizo Pep Dardanyà en el contexto de la exposición que la Virreina dedicó en 2002 a conmemorar El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Para la ocasión, el artista tuvo la ocurrencia de invitar a cuatro inmigrantes indocumentados para que estuvieran a disposición del público para contar de viva voz sus periplos hasta llegar a Barcelona, en encuentros privados con quien así lo deseara, durante los tres meses que duró la mencionada exposición. Naturalmente, la narración de sus duras peripecias ya representa un claro gesto de cesión de la palabra al verdadero protagonista, pero la eficacia real del proyecto contenía además un trasfondo absolutamente pertinente ahora: habida cuenta de que el Ayuntamiento no podía contratar a indocumentados, el artista creó una empresa propia con la finalidad de asumir personalmente esa contratación temporal para el proyecto. La consecuencia de esa coherencia personal es que, hoy, dos de los protagonistas de esas narraciones tienen ya regularizada su situación gracias a la inflexión de su situación jurídica y laboral que supuso esa oportunidad.
En el ejemplo que evocamos, de un modo muy significativo, la naturaleza cultural del proyecto permitió agilizar notablemente unos trámites habitualmente engorrosos y lentos. Esta es la baza que la cultura debería saber jugar. El creciente valor de la producción cultural en las dinámicas económicas tiene sus brechas, de modo que no es menester desplegar un espíritu solidario mediante una vulgar multiplicación de retratos correctos de la marginación. Hay muchas fisuras donde puede crecer la eficacia sin confundirla con la oportunidad de vestirse a la última moda. Esta última posibilidad, como expresó recientemente el consejero de Interior al declarar que desea ver pronto a inmigrantes con el uniforme de Mossos d’Esquadra, ya no forma parte de la problemática sobre la posible dimensión política de la cultura, sino de la importante dimensión estética de la política.